viernes, 26 de abril de 2013

Añoranza


El sonido de la lluvia repiqueteaba tedioso, constante, tranquilizador, casi acompasado al tic-tac de un viejo reloj de pared que, olvidado por por un antiguo conocido, decoraba el salón.

 En el sofá, junto a un tazón de chocolate caliente, último vestigio del invierno, una mujer leía uno de esos libros con historia de hojas amarillentas y olor a humedadPodríamos decir que el ambiente era similar al de aquellos silencios triples de los que hablaba Rothfuss en El nombre del Viento.

En la estancia se mezclaban varios olores. Por una parte se podía apreciar cierta esencia de romero, tomillo, pino, humo de leña y tierra mojada; pero, por otro lado, también olía a chocolate, cigarrillos y perfume de mora dulce.

 "Es curioso con qué facilidad olvidamos ciertas sensaciones"- reflexionó en voz alta. 

La principal ventaja de haber regresado unos días a su pequeña casa en Asturias era que podía expresar lo que pensaba en voz alta sin que nadie le hiciera preguntas. Sabía que Melissa y Ella podían entender perfectamente la libertad absoluta que sentía cuando decidía perderse en mitad de las montañas, en aquel pueblo pequeño donde había crecido, un lugar lleno de recuerdos alegres y tristes encerrados en un baúl profundo de si misma. 

Su pueblo era un lugar tranquilo de casas bajas hechas de piedra , perdido entre grandes árboles. Apenas contaba con una centena de habitantes, casi todos ancianos simpáticos encantados de verla otra vez y recordarle las correrías de sus abuelos. Eran gente sencilla, antiguos pastores, labradores y herreros cuyos viajes más lejanos eran los que recordaban por las historias, libros y vídeos de los abuelos de Ada, probablemente los únicos extranjeros a los que llamaron paisanos, a los que consideraron familia. Resultaba cálido y triste, al mismo tiempo, volver a aquel lugar. 

Se desperezó lentamente y dejó el libro sobre la mesa, se acercó al tocadiscos que había junto una de las miles de estanterías que abarrotaban el salón, todas ellas repletas de libros, claro; y escogió un vinilo desgastado por el tiempo en el que había una fotografía en blanco y negro de un hombre con sombrero y casi no podía leerse: Carlos Gardel.

La gramola comenzó a sonar y una lágrima asomó su rostro. No estaba del todo triste, era más bien añoranza

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